Primera Plana
Cultura


Bailes con bacinillas

Hubert Solano Quirós Periodista | Lunes 3 de Noviembre, 2014

No cabe duda que la incomodidad e impaciencia de tener una vejiga a punto de estallar en orines angustió a los habitantes de la Costa Rica de hace dos siglos. Las respetables tatarabuelas sufrieron penas y vergüenzas con el acoso de micción. Y en menor grado acongojó también a todos aquellos serios señorones de largos bigotes y ceños fruncidos.

“¡Jesús, María y José! ¡Háganme una rueda, porque ya no aguanto y el baile está en lo mejor!”, dijeron muchas veces las damas y damitas, mientras en el salón principal del Palacio de Gobierno se escuchaban las enternecedoras notas de algún vals vienés, una polka húngara o una tremenda mazurca.

A una señal previamente establecida, aparecía de pronto en escena una empleada que siempre había estado cerca, atenta, “por si acaso”. Disimuladamente, portaba en sus manos un recipiente de madera, tapado con una tela o paño, para que nadie viera aquello.

Para entonces, ya las compañeras de la damita en micción, la habían rodeado. Rápidamente, entre las piernas de las del círculo, le pasaban el recipiente que había llevado la “concha” (como le decían entonces a las campesinas empleadas domésticas). Entonces, la damita se agachaba en cuclillas y daba rienda suelta a riñones y vejiga.

Terminada la evacuación, la señorita o Ñora se levantaba como si nada hubiera sucedido. Con tímida sonrisa pasaba discretamente el recipiente a la criada y ésta con el mismo disimulo con que había llegado, se retiraba rápidamente en busca de la primera ventana del Palacio que encontrara abierta para lanzar los orines a media calle o algún caño cercano.

Y ¡Agua va!, exclamaba la concha, al mejor estilo francés y de varios países europeos que, desde la Edad Media, y desde las ventanas, acostumbraban lanzar a las calles, excrementos y orines humanos.

Discreción ante todo

En Costa Rica la micción fémina en bailes se hacía con tanta circunspección que la inmensa mayoría de los caballeros asistentes al baile ni se daban cuenta de lo que había pasado. En pocos segundos, frente a sus bigotes y barbas, entretenidos entre copas de coñac, vinos y otras bebidas espirituosas, transcurría de lejos aquel otro acontecimiento.

Y si acaso en el ambiente se había podido permear algún viento ventrículo que suelen acompañar a la micción, para eso estaban los largos y gruesos puros encendidos. Estos, con su constante humear, no daban cabida a percibir otra clase de odorífico.

Las ganas de orinar durante los bailes de la sociedad inquietaron siempre a las damas, por tratarse de un acto muy íntimo que tenían que hacerlo al amparo de las amigas que las rodeaban, para tales efectos.

Nunca faltaba algún mirón que quizás pretendía ver algo más de la cuenta. Pero, detrás de aquella muralla de amplios y frondosos vestidos femeninos de antaño, era imposible avistar ni un tobillo.

Por su parte, los caballeros y señoritos también tenían sus problemas, pero no tanto como ellas. Mientras entonaban una canción de moda, salía caminando a paso tranquilo hasta la primera esquina que encontraran del Palacio Municipal de San José. Aliviada la vejiga, volvían a las danzas.

Todas estas penalidades y vergüenzas pasaban en el San José de antaño por una sencilla razón: en casas y edificios no había lo que se llama hoy servicios sanitarios, “baños”, “excusados”, “interiores” o letrinas.

Hombres y mujeres de entonces, cuando sentían deseos de orinar o defecar iban sencillamente a lo que llamaban el “cerco”, o sea a un cafetal, un cañal o un potrero inmediato a las casas. Ahí, sentados en cuclillas, con una estaca clavada al frente para sostenerse y un palo en mano para alejar a los cerdos, satisfacían sus necesidades.

Pero ¿qué se podía hacer en el centro de San José, donde en las inmediaciones del Palacio de Gobierno no había “cerco”? Cansadas, ellas, de recurrir a la disimulada, pero notoria rueda de amigas, al fin las autoridades dispusieron destinar una habitación confidencial para que, en forma más íntima, ellas no tuvieran que “aguantar” tanto y la micción corriera plácidamente.

Aún así, el problema de fondo seguía sin solución: no había excusados, ni se conocían en Costa Rica, y mucho menos, el papel higiénico, que hizo su primera entrada triunfal a San José hasta después de la Primera Guerra Mundial.

Allá en los años post Independencia de 1821 y del traslado de la capital de Cartago a San José, en 1823, fueron frecuentes los grandes bailes que se ofrecían a las clases más pudientes en el llamado Palacio de Gobierno o del Congreso, ubicado donde actualmente está el Banco Central de Costa Rica, en pleno San José.

Fue ahí donde comenzaron los famosos cuartos o aposentos íntimos para “Ellas”, pero sin interiores o excusados. Las autoridades gubernamentales tendrían que solucionar el problema de fondo.

Aunque parezca Increíble compraron 100 bacinillas que pusieron en ese lugar íntimo a la orden de las necesidades de todas aquellas damas y damitas que desearan orinar durante los bailes palaciegos.

Limpias, bien lavadas y relucientes, las bacinillas (conocidas también como "bacenillas“, La Chismosa” y “La Comadre”) debían estar listas antes de las 6 de la tarde del día de baile, colocadas estratégicamente en el suelo, como a un metro de distancia de las paredes.

Los bailes comenzaban a eso de las 8 de la noche y se prolongaban hasta avanzadas horas de la madrugada, dependiendo de la ocasión que se celebraba y de cuan alegre estaba la concurrencia.

En consecuencia transcurrían entre seis y ocho horas de baile, tiempo en que en algún momento había que, de manera inevitable, vaciar la vejiga.

Recorte de personal

Así, limpia y llanamente, las señoritas y señoras no volvieron nunca más a ruborizarse o inquietarse en medio aquel angustiante círculo de enaguas.

Al efecto, también quedaron eliminadas todas aquellas “conchas” o empleadas domésticas que acompañaban a sus patronas a los bailes para estar siempre listas cuando “llegara el momento”.

De paso, la clase social dominante pudo reducir los muchos chismes y habladurías que contaban por ahí las domésticas, en torno a sucesos muy privados que acontecían durante los bailes.

Todo aquel personal auxiliar quedó reducido a solo una campesina que se contrató como encargada de atender el centenar de bacinillas. La tarea era infame, pero no difícil. Se trataba simplemente de lanzar a la calle el espumante contenido, por las ventanas del Palacio, al consabido grito de ¡Agua va! para alertar a cualquier persona que por la acera o calle, podía ir pasando por ahí, en ese preciso momento.

Ya dentro de aquel aposento exclusivo, una, o varias damas a la vez, y sin necesidad de rueda alguna, podían dar placer a las vejigas. Tampoco, tenían ya que alzar “aquello” para pasar el recipiente de madera a otras manos encargadas de desaparecer la “lluvia de oro”. Ahora, dejaban ahí, sobre el piso, la bacinilla que la criada recogería de inmediato. ¡Y adiós!

Este increíble relato había sido prácticamente ignorado de la historia costarricense, por razones obvias. Máxime, con la aparición luego en edificios y casas de los ricos del “water closet” o taza sanitaria con tanque de agua para deshacerse de excrementos y orines.

La verdad, llana y sencilla, es que lo que pasaba aquí en los albores del siglo 19, estaba sucediendo también hasta en el Palacio de Versalles , el Palacio Veraniego de Aranjuez y otros famosos castillos y residencias de la más alta alcurnia europea.

Allá, como en Costa Rica, no había servicios higiénicos en aquellos famosos lugares, pese a la cantidad de palaciegos y criados que ahí permanecían, sirviendo o disfrutando de las cortes de los palacios.

En la famosa España de entonces, por ejemplo, el lujo del “excusado” solo lo disfrutaba la brillante reina Isabel Segunda, apodada por el pueblo la “Frescachona” y la “Cagona”.

Curiosamente, en la Sala del Trono, en que la reina recibía a la corte, el trono mismo era un hermoso asiento con tapadera. La tapa al abrirse permitía a su divina majestad evacuar la micción y otras posibles cositas. Pero eso sí, ese lujo era exclusivo de la reina. ¡Ni el rey podía sentarse ahí!

Aunque, por todos los medios, se ha querido esconder en la historia Tica el famoso detalle de las cien bacinillas durante los bailes en el Palacio de Gobierno de San José, todo este asunto quedó despampanantemente al descubierto gracias al libro que publicó en la segunda mitad del pasado siglo XX, el afamado profesor universitario Dr. Constantino Láscaris, bajo el título de “El Costarricense”.

Se trata de una de las mejores obras escritas sobre la vida, costumbres (y hasta malas costumbres) de los costarricenses. El éxito de esta obra fue tal que ya en 1992, la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) iba por su sétima reimpresión.

“En las fiestas sociales de Costa Rica, hasta finales del siglo 19, en caso de apuros, según relatan las crónicas, se utilizaba la bacinilla, sostenida por una criada, mientras un grupo de amistades formaba una muralla protectora de las miradas indiscretas. Es decir, el método versallesco”, escribió el Dr. Láscaris.

Recuerda además que en el museo Nacional se conserva una bacinilla de madera, centenaria. “Ha debido ser puesta bajo llave, para evitar su robo, Es de madera dura, tosca de factura. El asa es cerrada. Por la forma hace pensar que se empezó a utilizar como bacinillas vasijas de las mismas utilizadas en los trapiches”, dijo.

Añade que en la aurora del siglo 20 en los grandes bailes en el Palacio Municipal, “se designaba un salón confidencial y bien ventilado para colocar cien nuevas y relucientes bacinillas para el servicio de las damas. Hasta ahí no llegaban los acordes de la orquesta y si acaso se podía oír el ruido de los tambores…”.

Y agrega don Constantino: “Se me ha asegurado que en el Palacio Municipal antes de la instalación de los elegantes actuales sanitarios, había esas cien bacenillas estatales, de porcelana, con el Escudo Nacional en el fondo, las cuales eran útiles durante las fiestas de boato”.

 Muy conveniente

En aquellos días, las bacinillas fueron muy importantes para el vivir cotidiano. Dado que los excusados o de “hueco negro” se hacían alejados de las casas, durante las noches, y peor había lluvias, era un gran problema levantarse “para ir afuera”.

Las bacinillas, cómodamente asentadas debajo de las camas, permitieron a las personas vaciar sus vejigas durante las noches, sin necesidad de “salir afuera”. Al día siguiente alguien se encargaba de botar por ahí el contenido.

Agrega el Prof. Láscaris que, en todo caso, las necesidades de la vida cotidiana hicieron imperativa la bacinilla porque “no es tanto la orinada como lo que hiede el petate”, como escribió también el gran periodista don Joaquín Vargas Coto en su famoso libro “Cartas a don Camilo”.

Por otra parte, don Constantino recuerda que los costarricenses a la bacenilla la llaman también “La Comadre” y “La Chismosa”, como términos analógicos. Esto tiene su explicación:

De antaño los curanderos para averiguar como estaba el organismo del enfermo, inspeccionaba los orines. Para eso, los paladeaban, los tocaban y los olían. Tal examen databa desde la pro medicina de los egipcios, para dar un diagnóstico.

“No entraré en detalles, pues no soy médico. Pero tengo entendido que un examen de orina realizado, con la vista y con el olfato, por un experto, es aportador de informaciones valiosísimas. De ahí, la bacinilla como chismosa, que cuenta y anuncia las interioridades. Así canta el verso de don Arturo Agüero en su libro Romancero Tico: “… una comadre, que nunca sabe guardar los secretos…”

Como se sabe, la palabra castellana para quien cuenta chismes es la comadre. La degeneración de este sentido profundo, dio el verbo “comadrear”, o contar y comentar intimidades.

Hoy, en los albores del tercer milenio, la famosa bacinilla de antaño ha venido quedando relegada para uso de enfermos nada más.

Pero de todo esto lo cierto es que las damas y damitas costarricenses, de gran abolengo, estuvieron muy felices, cómodas y contentas con aquellas benditas…

¡Cien bacinillas!

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Comentarios

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