SFEFAN ZWEIG, EL APÁTRIDA
Juan Ramón Rojas Porras | Miércoles 15 de Enero, 2025
El mundo de ayer (1942) es una autobiografía, el extenso relato de una vida dramática, de la cultura bélica europea y de un periodo convulso de la humanidad, en la primera mitad del siglo XX. Stefan Zweig (Viena, Austria, 1881-Petrópolis, Brasil, 1942), fue un prolífico y destacado autor de novelas, ensayos, biografías, poesía y obras de teatro, que le correspondió vivir –y padecer- la Primera Guerra Mundial y, parcialmente, la Segunda.
En esta autobiografía, escrita, ya desencantado, al final de su vida, narra sus vivencias y describe acontecimientos que llevaron a esa primera conflagración bélica, resultado de tensiones políticas que se venían acumulando desde hacía algún tiempo, atizadas por intereses territoriales, económicos y nacionalistas entre las principales potencias europeas de aquel tiempo.
El asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austriaca, y su esposa Sofía, en Sarajevo, el 26 de junio de 1914, desató una campaña ultranacionalista, que ya se venía gestando y que desembocó en la invasión de Alemania a Bélgica y de Austria a Serbia y dio origen a la Primera Guerra Mundial, que estalló el 28 de julio de 1914, con la persecución de minorías y una campaña de xenofobia contra ciudadanos de países vecinos.
Naciones que estaban viviendo un periodo de prosperidad, como Alemania y Austria, terminaron humilladas y sumidas en la miseria, con altísimos índices de inflación y pobreza, con cientos de miles de muertos, sobre todo jóvenes enviados a morir en un conflicto que consideraban, según sus arbitrarios cálculos, terminaría en pocas semanas pero que se prolongó por cuatro años y millones de muertos y heridos en los campos de batalla de las naciones involucradas en la guerra.
La guerra no era como la imaginaban los generales desde sus escritorios, al menos en su retórica. Era una carnicería que acogieron con candor o romanticismo sus poblaciones empujados por los prejuicios contra sus vecinos. Siempre habrá una justificación para la guerra. Apelar a la victimización para encender la llama nacionalista.
Miles de jóvenes embriagados de idealismo, lanzados a la muerte, en un ambiente festivo. La guerra como un idealismo cuando no se la ha sufrido en carne propia, a cumplir aquella misión que le demandaba una patria fervorosa y enardecida. Su justificación: vengar una imaginaria agresión. Sería una guerra corta. Les prometieron que los esperaban en diciembre, para celebrar las fiestas navideñas. Una celebración que nunca llegó a acompañar a sus padres desesperados o traumados por la desaparición y ausencia definitiva de sus hijos.
El saldo llegó poco después. Resentimientos heredados, prepararon el ambiente bélico para la Segunda Guerra Mundial. La ruina económica y moral fue el caldo de cultivo para nuevamente levantar el fervor nacionalista, la demagogia, ante aquella deshonra, aunque ahora ya no se vería como una gesta romántica como se pretendió azuzar en la Primera.
“La coyuntura los había vuelto locos a todos –denuncia Zweig- a unos y otros, a un lado y a otro, todos querían más. Cuando hoy uno se pregunta, reflexionando tranquilamente, por qué Europa fue a la guerra en 1914, no se encuentra un solo motivo razonable, ni siquiera un pretexto. No se trató de ideas, apenas se trató de pequeños territorios fronterizos, no sé explicarlo más que por ese excedente de energía, como consecuencia trágica de aquel dinamismo interior acumulado durante aquellos cuarenta años de paz, y que quería descargarse violentamente.”
Alemania humillada por la derrota, sería víctima de sus vecinos, de sus gobiernos que la habían vendido y de minorías, fueran políticas o étnicas, al tiempo que se resaltaba una supuesta e inexistente “raza” aria, superior, que justificaba la nueva guerra para recobrar su grandeza y permitía surgir un siniestro personaje, como Adolfo Hitler, dispuesto a invadir otros territorios para reivindicar una supuesta gloria pasada de un imperio que, al igual que el austrohúngaro, acaba de hundirse.
Un oscuro personaje que supo recoger el resentimiento y saltó a la luz pública con un golpe de Estado en 1923. Encarcelado, pronto recobraría su libertad. Pocos tendrían claro la tragedia que se avecinaba, hasta su arribo al poder, una década después, cuando comenzaron los brutales actos de violencia, persecución y asesinatos, similar a los que ejecutaba, en Italia, el líder fascista Benito Mussolini. “Tengo que confesar –dice el autor- que en 1933 e incluso en 1934 ninguno de nosotros, en Alemania y Austria, había considerado posible ni la enésima, ni la milésima parte de lo que iba a ocurrir pocas semanas después.”
Zweig, antinacionalista y antibelicista, tuvo que refugiarse, primero, en la neutral Suiza, ya con un reconocido e influyente nombre de escritor, sin pensar que lo peor estaría por llegar, tres lustros después. Terminada aquella Primera Guerra Mundial, volvió a instalarse en Salzburgo, donde tenía su residencia, sin atisbar que aquello solo sería una tregua para Europa y, sobre todo, para la minoría judía. Él era de origen judío, hijo de una familia austriaca dedicados a la industria textil.
Para esta Segunda Guerra Mundial, había terminado el idealismo con que se fraguó la Primera. El mundo de 1938 ya no era el “puerilmente ingenuo y crédulo” de 1914. “En aquella época, el pueblo todavía confiaba sin reparos en sus autoridades; nadie en Austria se hubiera atrevido a pensar que el anciano y venerado padre de la patria, el emperador Francisco José (1830-1916), llamaba a la lucha a su pueblo a sus ochenta y cuatro años sin verse totalmente forzado a hacerlo, que exigía aquel sacrificio de sangre si no fuera porque malvados, pérfidos, criminales adversarios amenazaban la paz de su reino.”
“En cambio –dice más adelante-, la generación de 1939 conocía la guerra. Ya no se engañaba. Sabía que no era romántica, sino bárbara. Sabían que iba a durar años y años, un trozo de vida insustituible. Sabían que no iban a asaltar al enemigo adornado con hojas de roble y cintas de colores, sino que esperarían durante semanas, llenos de piojos y medio muertos de sed, en trincheras y cuarteles a ser aplastados y mutilados desde lejos, si haber mirado nunca los ojos del enemigo.”
Como lo relata en su autobiografía, faltaba lo peor. Previo a la espantosa matanza humana, vio sus libros, junto con miles más de connotados autores, lanzados a la hoguera, en 1934, al tiempo que se desataba una feroz persecución contra la minoría judía, que lo obligó a refugiarse en Inglaterra, ese mismo año, como apátrida. Carecía de pasaporte. En Londres vivió penurias y contrajo matrimonio, por segunda ocasión, esta vez con Charlotte Elisabeth Altmann, en 1940. En 1938 se había divorciado de Friderike María Zweig. Sus libros también fueron prohibidos en la Italia de Mussolini.
De Londres viajó por varios países latinoamericanos como República Dominicana, Uruguay Argentina, ofreciendo conferencias y, finalmente, recaló en Petrópolis (estado de Rio de Janeiro), donde se quitó la vida junto con su esposa. Había llegado a la conclusión de que el nacional socialismo de Hitler se extendería por el mundo, que la humanidad no tendría futuro alguno ante el avance del nazismo.
Más de ocho décadas de después, El mundo de ayer mantiene gran actualidad. La humanidad no termina de aprender de la tragedia que supone una práctica tan nefasta como es la guerra, que ha acompañado a la especie humana desde sus orígenes.
Dejó un reconocido y extenso legado literario con obras memorables como Momentos estelares de la humanidad, catorce acontecimientos fundamentales de toda la historia, y novelas como Ardiente secreto, El candelabro enterrado, Clarissa, La embriaguez de la metamorfosis, entre otras de su abundante creación, algunas publicadas de manera póstuma.
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